En este mismo sentido la Doctrina Ortodoxa mantiene que la Unidad de Dios tampoco es meramente equivalente al concepto matemático o filosófico de "uno;" ni tampoco es su vida, bondad, sabiduría y todos los poderes y virtudes atribuidos a Él meramente equivalentes a cualquier idea, aún la idea más alta que el hombre pueda tener acerca de la realidad. Es este mismo Dios quien es formalmente confesado en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo como "...Dios, inefable, invisible, incomprensible, siempre existente e inmutable.
El Espíritu Santo, en la doctrina Ortodoxa, recibe el título de Señor con Dios el Padre y Cristo el Hijo. Él es eterno, no creado y divino; siempre existiendo con el Padre y el Hijo; perpetuamente adorado y glorificado con ellos en la unidad de la Santa Trinidad.
Tal como el Hijo, nunca hubo un momento cuando el Espíritu Santo no existía. El Espíritu existe antes de la creación. Él procede de Dios Padre, en una procesión eterna, sin tiempo. "Procede del Padre", en la eternidad.(Juan 15:26)
La doctrina ortodoxa enseña que Dios Padre es el origen y fuente eterna del Espíritu Santo, tal como es fuente para el Hijo.
Debemos destacar que las Iglesia Católica Romana y las Iglesias protestantes tienen conceptos diferentes acerca de Dios, agregando que el Espíritu Santo procede del Padre "y del Hijo" (Filioque), que es una adición doctrinal que no se condice con las enseñanzas de las Escrituras.
Con la afirmación de la divinidad del Espíritu Santo, y la necesidad de adorarlo y glorificarlo con el Padre y el Hijo, la Iglesia Ortodoxa afirma la realidad divina, que es la Santísima Trinidad.
¿Como ocurre en el Cristianismo Occidental? cuando quedo en gran parte definida la expresión dogmática y canónica de su fe, tal como la conocemos hoy en día.
Pero cabe mencionar que la obra de los Concilios Ecuménicos no se limitaba al aspecto puramente dogmático de la vida eclesial, sino que se extendió también a la estructura y organización de la Iglesia
La Iglesia Occidental misma bautizaba en los primeros siglos del Cristianismo por inmersión, como es de notarse en los antiguos manuales litúrgicos que se conservan. La aspersión e infusión sólo fue permitida después del siglo XVI. El Sacramento de la confirmación, en la Iglesia Romana, lo confieren exclusivamente los Obispos y no se celebra inmediatamente después del bautismo, sino cuando llega el niño a la adolescencia. Se le unge con e Santo Crisma, y se le imponen las manos.
El calendario que utilizamos, que comienza a contar los años desde el nacimiento de Cristo; los nombres de localidades como Santiago de Compostela, San Sebastián o San Lorenzo del Escorial; las fiestas como Navidad, rememorando el nacimiento de Cristo, o Semana Santa, su muerte y resurrección, u otros días como la Inmaculada Concepción, son pruebas de que el Cristianismo no es una religión más en España o Europa, es su religión.
Durante el periodo de los problemas que originaron los emperadores iconoclastas, se torcieron las relaciones entre Roma y Constantinopla. En Occidente, los bárbaros habían comenzado a establecerse y a formar unidades políticas más permanentes. Los Papas, cada vez más separados de los soberanos bizantinos, buscaban la amistad y protección de los gobernantes bárbaros.
A pesar de que el cristianismo de Oriente era en muchos sentidos el heredero directo de la Iglesia primitiva, una parte del desarrollo más dinámico se dio en la zona occidental del Imperio romano. De las muchas razones que hubo para ese desarrollo, merecen mención especial dos causas relacionadas de una forma directa: el crecimiento del poder del Papado y la migración de los pueblos germanos. Cuando se trasladó la capital del Imperio a Constantinopla, la fuerza más poderosa que quedó en Roma fue la de los obispos. La antigua ciudad, capital de la Iglesia de Occidente, desde la que se podía seguir la huella de la fe cristiana a partir de la obra de los apóstoles Pablo y Pedro, en reiteradas ocasiones actuó como árbitro de la ortodoxia mientras otros centros, incluida Constantinopla, caían en la herejía o en los cismas. Roma sostenía esta posición cuando las sucesivas oleadas de tribus, en lo que fue llamado el periodo de las invasiones bárbaras, asolaron Europa.
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